MUSEO NACIONAL CENTRO DE ARTE REINA SOFÍA

Dicen que las obras de arte son obra de dioses, que se hicieron con dedos de polvo de oro y de semillas de orquídea. Dicen que una vez concluídas, sus autores se convirtieron en dioses y que su esencia permanece inalterable en el cosmos, inmortal, para que nosotros, mortales, podamos transmitir la emoción que sentimos al contemplarlas, de generación en generación y por los siglos de los siglos.

El arte no debería tener ni nombre ni apellidos, ni siquiera se le debería poner precio porque, como dice el gran filósofo Agustín García Calvo: "cuando a una obra de arte se le pone precio, deja de serlo".

A una obra de arte hay que acercarse en silencio, mirarla con devoción, sentir el alma del artista cuando, paso a paso, iba impriendo color al lienzo; intentar meternos en su psicología, conocer su estado de ànimo para llevarle a captar una luz determinada, la angustia de una mirada, la felicidad a flor de piel, la frustación. A una obra de arte hay que acercarse con el máximo respeto, incluso y si es posible, con la historia aprendida, con los datos suficientes para comprender a su autor, incluso al personaje.

Yo no quiero nombrar a los autores de estas imágenes porque todos los que las miren los conocen. Sabrán que hubo una guerra cruenta que hizo danzar a las bestias, a la bestia más inhumana que todo hombre lleva dentro. Sabrán que existe una localidad, Guernica, que dio nombre a uno de las más famosas obras del mundo. Sabrán también que existió una mujer, de nombre Gala, que enamoró a un controvertido catalán, que se reía del mundo y él mismo se reía de sí mismo.

Merece la pena, cómo no, pasearse por las salas del Museo Reina Sofía.