IOLANTA y PERSÉPHONE
Las cosas no suceden por casualidad o eso es lo que capta el espectador en estos días cuando se sienta en la butaca del Teatro Real y se dispone a contemplar el espectáculo. Dos historias en una sóla representación. Dos historias que nos llevan a divagar sobre la ceguera, aquella ceguera a la que aludía Saramago en uno de sus ensayos, donde el hombre es incapaz de ver lo que sucede en derredor, tantos estímulos como recibe y esa otra ceguera física que se ciñe como una corona de espinas en torno de Iolanta que no le permite ver la realidad porque quienas la rodean, por orden de su padre, el rey, le impiden inmiscuirse en ella.
Ahí tenemos a la principal protagonista de la última ópera de Chaikovski, encarnada por Katerina Scherbachesko que pronto saldrá de su impuesta ceguera para conocer la luz que le llega tras el primer requiebro del que será su enamorado, el joven Vaudémont. Iolanta recriminará a su padre el haberle impedido conocer el mundo y el Rey recriminará duramente a sus criados por permitir el acceso del joven a las estancias privadas de Iolanta. El amor, como siempre vencerá y la luz se hace sobre las tinieblas de la joven. Ambos formarán parte de esa luz que los alimentará de por vida. En juego, la realidad y la ficción, los dioses y los mitos, las sombras y las luces. Una trama que cobra actualidad en estos tiempos de ceguera social.
Perséphone, segunda parte del espectáculo compuesta por Igor Stravinski sobre un libreto de André Gide, juega también con la luz y la oscuridad pero se centra en las veleidades de los dioses. Perséphone es raptada por Hades y se convierte en diosa de los Infiernos. El Olimpo es el templo por donde se desarrolla la vida, por eso cuando Zeus lo abandona en busca de su hija, el Gran Templo se queda en tierra de nadie. No volverá a recuperar su estatus germinador hasta que Zeus recupera a Perséphone que vive entre el infierno y la tierra. El Olimpo recuperará, entonces, su función germinadora.
En Iolanta, la ausencia de luz es el principal argumento, Perséphone desconocía la oscuridad y su descenso a los infiernos transforma el curso natural de la vida.
Y vuelve esa gran metáfora que nos inquieta: Los ciegos son capaces de ver luz, mientras que los que tienen el don de la vista les domina la ceguera.
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